En el libro A Pura Realidad relato una historia verídica, una pesadilla burocrática para la extracción de un árbol en la vereda.
A propósito de la misma reflexiono sobre algunos aspectos que trascribiré a continuación. Su actualidad lamentablemente no se relaciona sólo con la historia que la originó sino con hechos y actitudes humanas que presenciamos a diario, lo que hace que sea penosamente vigente.
“Hace años quise poner un cartel en mi Clínica con una frase de Freud que siempre me impactó profundamente: “No hay nada más caro en la vida que la enfermedad y la estupidez”. A esa altura yo ya había convivido, dolorosamente, con los costos de ambas cosas. Costos a veces afectivos, a veces económicos, pero siempre altos.
A mis compañeras y colegas les pareció muy fuerte, pero yo siempre creí y la vida me lo ha confirmado , que las verdades muchas veces son fuertes y duelen, pero es preferible enfrentarlas cuanto antes.
En realidad, creo que de esa frase todo podría reducirse a la estupidez, concordando con lo que dijo Einstein cuando le preguntaron qué era infinito, ¿el universo o la estupidez humana? y él expresó que de lo segundo no tenía duda. Esta respuesta no creo que esté basada en una lógica matemática, sino en el hecho de que si se miran como acciones, las estupideces pueden cometerse en una cantidad infinitamente inconmensurable.
La estupidez, definida por el diccionario como “torpeza notable”, o “falta de inteligencia”, forma parte de nuestra condición humana, la cual está cada vez más presente de un modo alarmante y destructivo, en la vida de las personas, de los equipos humanos y de la sociedad en su conjunto.
En su origen etimológico viene del latín, “stúpeo”, que quiere decir estupor, quedarse pasmado, estupefacto, asombrado, paralizado. Se la define también como “una admiración grande que suspende la razón y el discurso”.
Carlo M. Cipolla* define a la persona estúpida como alguien que causa daño a otro u otros sin obtener al mismo tiempo ningún tipo de beneficio. Según este autor, la posibilidad de proceder estúpidamente es independiente de otras cualidades de esa persona y con sus investigaciones demostró que esto se aplica en igual proporción a hombres y a mujeres, independientemente del nivel intelectual, social, económico y cultural.
Resulta también importante el hecho de que, según él, quien es estúpido o quien procede estúpidamente no tiene conciencia de su estupidez.
Tal vez esto explique que quien se comporta estúpidamente ignora su falta de inteligencia y su incapacidad para realizar la acción adecuada.
En el uso común no usamos la estupidez para señalar sólo a quien se queda sin saber qué hacer, sino que lo usamos más para señalar una acción torpe o falta de inteligencia, donde los que nos quedamos pasmados y estupefactos somos quienes la observamos.
Si pensamos que la acción torpe encubre inconcientemente la ignorancia de la acción adecuada, el estúpido estaría disimulando, negando o según Cipolla ignorando una incapacidad. Tal vez podríamos pensar que a veces las personas por preferir sentirse activos, no se dan cuenta de que son “estúpidas”.
Como dije antes, forma parte de la condición humana, así como las fallas y los errores, por lo cual no es en sí misma condenable, sino que lo preocupante es la negación de su existencia y del poder destructivo que ese accionar acarrea.
Cipolla destaca con énfasis algo que debería ser una señal de alerta, y es que las personas capaces de grandes estupideces acceden a sitios de poder, según él porque hay igual proporción de gente que las apoyan. Pero lo grave es que desde esos lugares producen numerosos daños con su accionar. Cuanto mayor es el poder, mayor es el daño. A mayor poder más daño, lo que lleva inevitablemente según este autor a un empobrecimiento de la sociedad en su conjunto.
Esta historia está plagada de acciones que calificaríamos de estúpidas. ¿Qué sostiene este accionar carente de toda inteligencia, que incluso lleva a la necia repetición de la torpeza?, ¿es sólo explicable por la ignorancia de la cualidad de la acción?
Creo que cuando intuimos que podemos quedar descolocados por nuestras estupideces, fruto de algo que deberíamos haber aprendido, o no nos dimos cuenta, sentimos vergüenza. Ese sentimiento generado por nuestro ego lastimado o por nuestro yo menoscabado en su autoestima, lleva muchas veces a la negación del error, lo que obtura el camino del aprendizaje y nos condena inevitablemente a la repetición. La vida es un eterno aprendizaje, porque es cambio, movimiento, tolerancia, adaptación y sobre todo el desarrollo de la capacidad de mejorar, superarnos y crecer como personas. Para mí es preferible el peor error de quien tiene el deseo de aprender, que la menor torpeza de un soberbio o de un necio. Sé que suena categórico, pero tantos años trabajando con las dificultades humanas para aprender y cambiar me han llevado a esta opinión.
Otra cuestión muy diferente es que lo que para la conciencia es estúpido, para nuestro inconciente es a veces la única forma de expresar algo que nos pasa.
Una enfermedad de cualquier tipo es para la conciencia “una falta de inteligencia”. Si pudiéramos elegir todos querríamos tres cosas, como dice la canción: salud, dinero y amor. Pero como dije antes, nuestro inconsciente hace que nos expresemos en modos que para la conciencia son una tontería sin sentido, a tal punto que por eso a veces nos negamos a aceptarlos como nuestros y preferimos pensar que es algo que viene de afuera, del destino o de la fatalidad. Enfermarse es una forma “tonta”, podríamos decir que para la conciencia es “estúpida”, pero a veces es la única que tenemos para expresar un conflicto o una crisis.
Además de la vergüenza, otro aspecto que obtura el aprendizaje, es la culpa que lleva a las disculpas. Cuando son producto del reconocimiento del error, son expresión de quien se hace cargo, pero cuando se usan para disimular o minimizar la equivocación, nuevamente conducen al camino de la repetición del error.
Ojalá pudiéramos disfrutar de aprender, superando la herida narcisista que nos produce no saber, maravillosa cualidad humana que está tan dañada por la falta de vocación y compromiso de muchos de los que tienen la obligación de estimularla: padres, educadores, representantes de la cultura en general. Aprender, ese acto de curiosidad innata, del pequeño investigador que es condición preciosa y preciada de la niñez, que es tan necesario regar y estimular, cualidad que deberíamos poder mantener toda la vida para ser mejores personas. Aprender para dedicarnos como leí alguna vez sin recordar quién lo dijo pero sí el contenido , no solo a dejarle un mundo mejor a nuestros hijos, sino a dejar mejores hijos a nuestro mundo.
Se dice que “el sentido común es el menos común de los sentidos”. Aunque sería deseable que los seres humanos hiciéramos uso de ese “buen juicio natural”, que también hace a nuestra condición humana, y se expresa cada vez con menor frecuencia en el modo de pensar y proceder de las personas.
Es una coincidencia significativa que “cultura” se origine en la palabra “cultivo”, y que aluda a los conocimientos que permiten desarrollar un juicio crítico. Es decir que cuanto más cultivamos la cultura, más nos alejamos de la falta de inteligencia, de la estupidez. Si la cultura también es lo que da cuenta del grado de desarrollo de nuestros conocimientos, costumbres y modos de vida, cultivar también las buenas costumbres es favorecer el sentido común y la capacidad de buen juicio.
Llamamos “sentido” a nuestra cualidad de recepción y reconocimiento de sensaciones y estímulos. Pero también el “sentido” tiene relación con la inteligencia, la razón, el juicio y el entendimiento. De todo esto dan cuenta dichos tales como: “tiene buen sentido de orientación”, “se sintió obligado a hacerlo”, “su conducta carecía de sentido”.
Lo esencial del sentido es eso: que es algo que se siente, se vivencia, lo digamos o no.
Común, es algo que no es privativo de nadie, que se extiende a varios. Está íntimamente relacionado con comunidad: “grupo de personas conectadas por algo general, que las une y/o las compromete”.
Entonces, cuando decimos que el sentido común no es tan común como debería, en realidad estamos expresando sin darnos cuenta que es un síntoma de la progresiva pérdida del “sentimiento de comunidad”, del descuido en el desarrollo de la cultura, que ha ido deteriorando nuestras buenas costumbres y nos están haciendo perder progresivamente la capacidad de buen juicio.
Es alarmante la pérdida de la cultura y de las buenas costumbres en el diario vivir. La pérdida del saludo amable, de decir gracias, de pedir permiso, de tener un gesto de solidaridad con otro, esa cotidianeidad de la convivencia que está tan descuidada. Porque educación también es cortesía y urbanidad.
Para lograr lo que es importante y mejor para todos, se necesita incluirlos a todos, sin embargo a veces esto se siente como un ataque a la individualidad, Pero el individualismo que define nuestra identidad no es el que se opone al bien común, ya que ese es necesario, porque aporta la riqueza de la diversidad y estimula el desarrollo de la capacidad de tolerancia de las diferencias”.
*Cipolla, Carlo M., “Las leyes fundamentales de la estupidez humana”. En: Allegro ma non Troppo. Lampre Editorial. E-Books. (1996)
Gladys Tato